jueves, 26 de marzo de 2015

Jack, el asesino psicópata


Tiempo ya ha pasado desde el sangriento año 1888 en Londres, y la leyenda sobre ese asesino serial continúa en la atención ciudadana y literaria

    El hombre que años después se convertiría en sospechoso de haber sido Jack el Destripador sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal cuando tañeron las campanadas de la cárcel de Sing Sing. Su hora final había sonado. Muy pronto los guardianes vendrían a buscarlo para conducirlo al patíbulo. Aunque alemán de nacimiento, y de fe católica, nunca había respetado los mandamientos cristianos, ni mucho menos, observado las palabras de las sagradas escrituras.

   Pero aquella alborada, mientras fenecía su última noche sobre la tierra, la había pasado en constricción, recibiendo el auxilio espiritual de dos sacerdotes. Humilde, se había arrodillado y vaciado su alma desahogándose ante los servidores del Señor. ¿Qué enormidades les había confesado? Los religiosos ahora tendrían que cargar para siempre con sus terribles confidencias en acatamiento del secreto de confesión. ¿O tal vez, ni siquiera ante éstos el reo había abierto en verdad su alma?

    Ya era bastante la culpa conocida por todos con la cual cargaba: el asesinato espantoso de una pobre viuda. Muerte a cuchillo, sin piedad. Ahora la justicia norteamericana que lo había atrapado no tendría conmiseración para con él. Los guardias ya lo sacaban a rastras de su celda rumbo a la cámara del horror. Se sentó en la silla eléctrica sin oponer resistencia. Se quitó los lentes entregándoselos a su sacerdote confesor preferido y le pidió que los guardase para que fueran enterrados con él.

    El padre Bruder se mantuvo bien cerca suyo mientras lo amarraban con las correas. Los asistentes pudieron ver muy claras las lágrimas en los ojos del siervo de Dios. El condenado le besó la mano. Luego, esbozando una forzada sonrisa cómplice, hizo un gesto amistoso hacia el verdugo: “Yo también he estado en el lugar en que tú estás ahora” parecía decirle.

   Y es que, después de todo, también él había sido verdugo de sus semejantes, y sin siquiera concederles un juicio previo justo, ni la menor posibilidad de defensa.

    Wardem Sage, el ejecutor pagado por el Estado, le agradeció el saludo y se puso presto a su tarea. Le ajustó los electrodos a la base del cráneo y en la pantorrilla de la pierna derecha. El médico de la prisión, doctor Irvine, se aproximó también. Chequeó de un vistazo la situación y dio media vuelta dirigiéndose a Mr. Davis, el carcelero encargado de aplicar la corriente eléctrica.

    Con un ademán adusto le indicó que procediera. El funcionario bajó la manivela y el primer impacto eléctrico atravesó por el cuerpo del ajusticiado. La corriente escaló a mil ochocientos veinte voltios. Eran las 11 y 16 minutos de la mañana del lunes 27 de abril de 1896. Tras treinta segundos, el voltaje descendió hasta los trescientos voltios. El circuito se apagó e, instantes después, volvió a encenderse atizando un segundo relámpago de otros mil ochocientos veinte voltios.

   Eran las 11 y 17 minutos. El penado estaba muerto. Calcinado y humeante en las zonas donde sufrió las descargas. Su rostro azulado delataba, sin dejar lugar a dudas, que la vida se le había escapado definitivamente. Pero debía seguirse con el rito fúnebre. Los forenses Irvine y Gibbs, hurgaron bajo la camisa del reo y palparon su pecho examinándolo con sus espectrómetros, tras lo cual con parcos movimientos de sus cabezas confirmaron el deceso.

   La menguada asistencia soltó la respiración trabajosamente contenida. A las 11 y 18 minutos, Carl Ferdinand Feigenbaum, el asesino psicópata, fue declarado clínicamente  muerto.

    La historia oficial, por su parte, registra la comisión de un único asesinato de segura autoría de este delincuente el cual –atento a su saña y gravedad– bastó para condenarlo a muerte.

    La viuda Juliana Hoffman contaba con cincuenta y seis años el 1º de setiembre de 1894, fecha en cuya madrugada moriría degollada. Por entonces vivía junto con su llamativamente joven hijo, de sólo dieciséis años, en una habitación precaria sita en la calle Sexta Oriente de la ciudad de Nueva York, en el segundo piso de un vetusto edificio en cuya planta baja se emplazaba un almacén.

   Una segunda muy modesta habitación de la cual eran inquilinos se la habían subarrendado a un alemán de cincuenta y cuatro años. El miércoles 29 de agosto dicho sujeto había acudido a la casa en respuesta al anuncio colocado en un periódico barrial donde se ofrecía en alquiler la pieza con muebles.

    –Es justo lo que andaba buscando. Me quedo con ella –anunció aquél, mientras le daba la espalda inspeccionando el cuarto–. Segundos más tarde, como si repentinamente hubiese recordado algo, volviéndose hacia ella añadió:

    –Eso en caso de que usted esté conforme con que yo sea su inquilino, por supuesto.

    – ¿Porqué no habría de estarlo? Usted parece ser un buen hombre. Y también le ha caído simpático a mi hijo cuando vino hoy por la mañana y yo no me encontraba. Si dispone del dinero que pido como adelanto la pieza es suya– repuso la interpelada.

    Aquella era una mujer de mediana estatura, ataviada para la ocasión lo más decorosamente que sus exiguos ingresos le permitían. Lucía su larga cabellera negra atada con un rodete, y en ella las canas que principiaban a aparecer enmarcaban una cara casi sin arrugas. Era un rostro más agraciado del que cabría esperar considerando su edad y las muchas fatigas que la vida le impusiera. También destacaba su cuello, el cual parecía más blanco, terso y esbelto que el resto de su cuerpo.

    Y ese cuello –más exactamente la garganta– cautivó la atención de su interlocutor, quien enfocó allí, durante un fugaz instante, una intensa y extraña mirada.

    –Gracias señora. Estoy contento por haberme puesto de acuerdo con usted tan rápidamente– afirmó el otro con tono deferente, al tiempo que extendía su diestra para que ella se la estrechara en gesto de aprobación. Aunque la palma era áspera, su mano poseía una delicadeza contrastante con la tosquedad de sus demás rasgos.

    El tipo con el cual Juliana acababa de cerrar el trato se había presentado como marinero sin ocupación actual. Dio la excusa de que al día siguiente comenzaría a trabajar de florista en una tienda local y que, merced a ese salario, podría hacer frente al pago del precio pactado, consistente en un dólar por semana más ocho centavos diarios a cambio del desayuno. No obstante, se apresuró a informar que traía consigo los dos dólares requeridos a fin de señar la habitación.

    Próximo a las 22 horas del viernes 31 de agosto de 1894 el flamante subarrendatario permanecía en su pieza, y con una oreja aplicada contra la pared divisoria aguardó, expectante, que se hiciera silencio del otro lado. En la habitación contigua, y sin recelar de las intenciones de su taimado huésped, dormía la señora en su cama instalada al costado de una de las ventanas, en tanto su hijo reposaba en un largo sillón. Ese improvisado lecho se ubicaba en el extremo opuesto y sobre el mismo se cernía una cerrada penumbra.

    A causa de la oscuridad fue que el inquilino, tras abrir furtivamente la puerta, no se percató que una segunda persona estaba dentro. Las dos noches anteriores había visto al chico escabullirse para penetrar en el apartamento de la criada del edificio, y dio por seguro que también esta vez aquél pernoctaría allí. Pero la sirvienta tenía marido, un viajante de comercio que precisamente retornó a su hogar ese día.

    El joven durmiente representó el único testigo ocular del homicidio. Se levantó sobresaltado a mitad de la noche al oír los gritos proferidos por su madre y vio al intruso reclinado sobre la cama de la mujer, la cual dificultosamente pugnaba por ponerse en pie y repeler la agresión. El atacante esgrimía un cuchillo en su mano derecha y ya había inferido una incisión en el cuello de la señora. Esa acometida no fue mortal, y seguramente la ejecutó el ofensor cuando su víctima permanecía dormida.

    El muchacho acudió en defensa de su progenitora y pateó al criminal, mientras éste permanecía de espaldas, haciéndolo trastabillar, intervención que le permitió a la agredida reincorporarse e intentar el escape.

    Feigenbaum dio media vuelta encarándose con el jovencito y lo amenazó blandiendo en alto el cuchillo sangrante, gesto que hizo a éste huir hacia la ventana, treparse a la cornisa y comenzar a gritar en dirección a la calle en demanda de socorro. Sus patéticos alaridos de ¡crimen!,¡policía! alertaron a vecinos y transeúntes, quienes empezaron a congregarse en el pórtico de ingreso del edificio.

     Empero, Juliana Hoffman se hallaba mal herida, y el agresor capitalizó su debilidad para seguir ofendiéndola encarnizadamente. Le hizo perder el equilibrio y se montó sobre ella inmovilizándola, luego de lo cual rasgó su garganta hasta herir la vena yugular con un profundo tajo propinado de izquierda a derecha en la base del cuello, frente a la impotente mirada de su hijo que continuaba encaramado sobre la cornisa reclamando desesperadamente auxilio.

    La ayuda llegó pronto pues, además de vecinos y curiosos, dos agentes de la comisaría local hicieron acto de presencia y persiguieron al prófugo mientras éste procuraba evadirse atravesando un corredor aledaño, con sus manos y su camisa manchadas de sangre.

    El delincuente comprendió que no podía salir por la entrada principal del edificio, que estaba atestada de gente, y optó por trepar al techo, quitándose el calzado para hacer mejor equilibrio. Desde allí se lanzó rumbo a un corredor que daba a la calle Sexta; pero su maniobra fue percibida y los policías lo interceptaron, reduciéndolo al cabo de una corta refriega. Lo trasladaron mediante la fuerza a la habitación del crimen, donde fue identificado por testigos que habían acudido en defensa de la moribunda.

    El detenido no se amilanó frente a las acusaciones. Por el contrario, de inmediato improvisó una coartada que –aunque increíble– mantuvo tercamente a lo largo de su ulterior enjuiciamiento penal. Pretextó a sus aprehensores que el asesino era un conocido suyo de apellido Weibel al cual por caridad había permitido pernoctar en su cuarto, puesto que el individuo le aseguró que no tenía donde quedarse.

    El pérfido acompañante esperó a que Carl se durmiese y se deslizó hacia la habitación de Mrs. Hoffman con el propósito de robarle. Al ser sorprendido por la señora comenzó a apuñalarla provocando sus agónicos gritos. Los ruidos lo despertaron y –según pretendió– se trabó valientemente en combate con el ladrón, aunque con escasa fortuna porque aquél era más robusto y lo dejó inconsciente de un duro golpe.

    Una vez repuesto, y al percibir el tremendo alboroto suscitado, creyó que lo irían a confundir con el homicida y entró en pánico. Por eso fue que escaló hasta el techo, y desde allí saltó con destino al corredor donde los policías lo aprehendieron. Justificó las secuelas hemáticas que impregnaban sus manos y su camisa como fruto del forcejeo con el tal Weibel, quien quedara ensangrentado a raíz de su salvaje ataque contra la mujer.

    En el escenario del atentado se hallaron evidencias materiales que incriminaban al presunto florista. Por ejemplo, en la habitación que rentaba se ubicó una vaina de tela azul para guardar cuchillos y una piedra de las que se usaban a fin de afilar herramientas cortantes.

    Pero, claro está, lo más lapidario a los efectos de condenarlo fueron los numerosos y armónicos testimonios oculares ofrecidos en su contra, así como el hecho de haber sido apresado en plena fuga con las manos y ropas ensangrentadas y, sobre todo, el dramático testimonio rendido entre sollozos por el adolescente hijo de la víctima.

    La razón del homicidio aducida por la acusación fiscal consistió en el hurto, pues Juliana Hoffman guardaba en su armario una modesta suma dentro de un libro de oraciones, y ese importe no se recuperó. No obstante, si el móvil fincaba en robar no se explica por qué motivo el supuesto caco portaba un recio cuchillo si –conforme se destacó en el proceso– el hombre sabía dónde se ocultaba ese dinero y el armario no estaba cerrado con llave.     Asimismo, si nada más quería hurtar no se justificaba que penetrara a la habitación sabiendo que allí se encontraba la señora, cuando hubiera resultado más seguro aguardar a que aquella se retirase y después entrar a cometer el latrocinio.

    Y lo que torna aún menos plausible la hipótesis del robo como explicación de ese crimen es la tan sañuda vesanía de la cual hizo gala el ultimador. En realidad, todo apunta a que se trató del clásico asesinato perpetrado por placer, o motivado en la compulsión de “matar por matar” que obsesiona a un victimario en cadena.

    A términos de la última centuria la idea de que podían operarse crímenes carentes de las razones tradicionales, como el lucro, la codicia, el odio o la venganza no gozaba de crédito, dado el estado incipiente por el cual atravesaba entonces la criminología.

    Durante su enjuiciamiento el homicida fue patrocinado por dos letrados que actuaron de oficio. Uno de ellos fue William Sandford Lawton, quien era socio de un bufete de abogados de Nueva York. Luego de fallecido en la silla eléctrica su patrocinado, Lawton concluyó que no tenía ya razones legales para seguir atado por su voto de confidencialidad y optó por hacer públicas unas declaraciones que le había formulado su asistido, así como por dar sus opiniones personales respecto de determinado escabroso tema.

    Ese asunto consistía en que el curial estaba persuadido de que su malogrado cliente no era otro más que el, ya por esas fechas célebre y tétrico, desmembrador de prostitutas de Whitechapel, Inglaterra.

    En el curso de los dos años que mediaron entre la detención del matador de Mrs. Hoffman y su ejecución, defensor y defendido sostuvieron muchas conversaciones y llegaron a construir una cordial relación. Debido a ello, el preso le habría confiado a Lawton que periódicamente se veía poseído por una enfermedad pasional totalmente absorbente que se apoderaba de él en forma irrefrenable, al extremo tal de que sólo podía satisfacer su ardiente amor hacia las mujeres matando y mutilando a una de éstas.

    En declaraciones a la prensa norteamericana, el abogado manifestó que el impacto ocasionado por esa confidencia fue tan poderoso que no supo qué camino debía tomar, y que enseguida le vino a la mente el recuerdo de las carnicerías consumadas por Jack el Destripador en Londres. Señaló que comenzó a indagar los movimientos del convicto, y se enteró que este hombre se hallaba presente en Wisconsin cuando se produjeron unos crímenes de mujeres en aquel estado.

    Otro de sus asertos residió en que al insinuarle a su asistido acerca de su posible participación en los homicidios del East End aquél se puso repentinamente muy serio, y le respondió: “El Señor es el responsable de mis actos y sólo ante él puedo confesarme”.

    Lawton insistió en que el tono empleado por su patrocinado implicó una clara confesión de culpa que lo dejó conmocionado, y lo determinó a cotejar las fechas de las mutilaciones victorianas con las actividades del penado. Dijo que, tras chequear esas fechas, le preguntó a aquél si había visitado Londres durante tales emergencias, a lo cual su representado contestó en todos los casos que sí, y luego cayó en un profundo y sepulcral silencio. Igualmente, se habría interrogado al germano si disponía de conocimientos técnicos sobre cirugía y disección. En esta ocasión, según su abogado, el requerido: “Fingió una ignorancia que no era natural”.

    Esta actitud del reo indujo a Lawton a sostener:

    «El hombre era un diablo. El motivo de sus crímenes era un espantoso deseo de mutilar. Me juego mi reputación profesional que si la policía rastrea sus movimientos en los últimos años ello los conducirá a Inglaterra, Londres y Whitechapel. Ha estado viajando como marinero por toda Europa y estuvo en el tiempo de los crímenes en aquel país. A primera vista parecía un simplón, casi un imbécil, pero en realidad era un sujeto muy listo. Tenía medios propios como quedó demostrado por un testamento que hizo antes de morir, aunque siempre expresó que vivía en la mayor pobreza».

    También el fiscal de la causa, Vernon M. Davis, concordó con el parecer vertido por el defensor, agregando por su parte: “Si se probara que Feigenbaum fue Jack el Destripador ello no me sorprendería tanto, pues siempre lo consideré un tipo astuto, rodeado de mucho misterio, y nunca se supo bien sobre su verdadera vida”.

    De su astucia y su afán por despistar dio debida cuenta su comportamiento al cabo del juicio. Por ejemplo, declaró que era oriundo de Karsruhe, Alemania, aserto que fue contradicho por un testigo, quien aseguró que el reo le había comentado ser originario de una ciudad llamada Capitolheim. El encausado alegó haber hecho su arribo a los Estados Unidos en febrero de 1890. Esta información no fue ratificada y sólo se supo, con relativa certeza, que estuvo en este país luego de 1891.

    De acuerdo depuso otro testificante, el recluso le afirmó que era casado. También este dato queda en duda, puesto que no sólo no proporcionó detalles relativos a la existencia de su esposa sino que, al ser arrestado, se identificó frente a la policía como de estado civil soltero. Aseveró que su ocupación era de jardinero y que igual labor cumplía en Alemania. Trató en todo momento de ocultar que su actividad básica era la de marino mercante, aunque ciertas declaraciones suyas indirectamente avalan que esa resultaba su profesión. También escondió pormenores de su arribo y estancia en Norteamérica.

    Se limitó a contar que tras desembarcar en tierra estadounidense había residido en Orange County, California. Más tarde, ante preguntas directas que le formularon en la corte, admitió haber residido sucesivamente en las ciudades de Port Austin, Michigan, Sioux Falls, Dakota del Sur y Sioux Falls, Oregón.

    No quedó claro si esas interrogantes le fueron planteadas porque le habían sido requisados documentos donde se mencionaban dichas ciudades -lo cual hacía presumir que residió en ellas- o a los efectos de comprobar si estaba conectado con crímenes o ataques contra mujeres que hubieran sucedido en estos lugares. En general, se mostró reacio a informar donde estuvo afincado o qué clase de trabajos realizó.

    Lo más seguro fue que no entró al país de manera oficial, dado que en la Oficina de Migraciones no se ubicaron constancias del ingreso de ningún Carl Feigenbaum por aquellos días.

    Durante la investigación le fue detectada, dentro de la habitación que rentaba a su víctima, una caja conteniendo documentos varios. Entre éstos destacaba un manojo de cartas remitidas por una mujer de nombre Magdalena. El condenado pretendió que se trataba de epístolas que le mandaba una señora desde Europa para que él después las hiciera llegar a manos de un marino conocido suyo de nombre Anton Zahn, quien al tiempo de las remisiones carecía de domicilio fijo. Pero lo más factible es que las misivas fueran dirigidas a él mismo; extremo que indujo a pensar que ese debía ser su nombre verdadero y que Feigenbaum era un apellido falso.

    Sobre cuál conformaba su familia, al principio aseguró que vivía sólo en Estados Unidos y que tenía dos hermanos en Alemania, aun cuando luego se desdijo de esto último. Más adelante, se supo que tenía una hermana llamada Magdalena Strohband, y debió reconocer que las cartas se le habían enviado a él y no al pretendido Anton Zahn.

    Se especuló también que el sujeto podría haber escamoteado esos papeles con el fin de apropiarse de identidades ajenas.

    Por cuanto venimos relevando, aquel hombre era un mentiroso compulsivo y un manipulador nato, tal cual quedó patentizado por sus actitudes durante el proceso. Tales facetas pautan su personalidad definiéndolo como un psicópata criminal, en tanto esos rasgos devienen inherentes a este tipo de transgresores. En efecto, según señala el gran criminólogo Robert Ressler:

      «…Entre los criterios básicos para reconocer el comportamiento de un psicópata se encuentran la negación, la mentira continua y el intento permanente de manipulación. Es típico de la forma en que una personalidad psicopática lo niega absolutamente todo… el asesino trata de matizar para dar a cada detalle un giro que lo favorezca. Muchos asesinos en serie niegan su responsabilidad, creyendo que mientras sigan mintiendo podrán seguir con vida… »

    Aunque fue su abogado quien sugirió inicialmente la posibilidad de que este individuo hubiera sido Jack el Destripador, esta sospecha se diluyó con rapidez. Su otro letrado defensor no suscribió el mismo parecer lo cual –adicionado al hecho de que William Lawton falleció en 1897 tras suicidarse por causas desconocidas, dando cabida a pensar que era inestable– conllevó a que los periodistas y la gente pronto se olvidasen de Carl Feigenbaum.

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